ARMANDINA PRADO CALVO, una labradora de Campo de Caso
“La labranza ye muy
guapa, pero dinero, nada”
La visito un domingo del mes de noviembre a
las cinco y media de la tarde, cuando ya hay poca luz y va refrescando el
tiempo. El perro ladra y Armandina asoma en seguida por la puerta, sonriente,
afable y cariñosa. Siempre que pasamos por delante de su casa, en les Fragües,
nos invita a entrar y hoy lo hacemos, dispuestos a tener una conversación un
poco más larga de las habituales. Además de oír las chispas del fueu,
sentimos ese ambiente familiar y acogedor propio de las casas del concejo de
Caso. La cocina conserva el ambiente de las de antaño, pero está despejada y no
hay rastro de las cuajadas que durante muchos años ocupaban parte del espacio. “La
bodega”, de Noah Gordon, reposa bajo la ventana como señal de que Armandina tiene
tiempo para disfrutar de su afición a la lectura.
Hija de José y América, esposa de Ángel el de
Estrella, madre de José Ángel y Fernando, abuela de Katia, Paula y Sara, hermana
de Pepe, prima carnal -entre otros- de Marina y Manolín, Lucila e Ignacio. Armandina nombra a sus familiares más
queridos, también a vecinas -Cónsola aparece en varias ocasiones- porque
siempre vivió en el Campu y en las vidas de los labradores como ella es muy
importante la comunidad.
FAMILIA E
INFANCIA
Armandina confiesa que conoce poco de la vida
de sus padres pues antes “había poco tiempo para contar nada”, las horas se
dedicaban a asuntos prácticos. Sabe que
su padre emigró en dos ocasiones a Cuba, la primera con solo dieciséis años y
que en ninguna de las dos llegó a hacer fortuna. José y América eran del
pueblo, ambos de familia de labradores, y cuando se casaron vivieron en una
casina de Cuatroveña, pegados a la de los hermanos de José: Rafael, Teresa,
Martina y Luz. De sus tíos tiene Armandina muy buenos recuerdos: Teresa, delicada
de salud, pero atenta a todos, Ludivina, que administraba la casa; Rafael y
Martina, encargados del trabajo más duro, siempre en el monte. Subían todos los
días con el ganado a Deboyu, Brañapiñueli… y Armandina recuerda que bajaban cada tarde con un poco de leña. Martina, especialmente, llevó una vida muy dura, pues
además de su ganado llevaba también otras reses a comuña. En el monte también
cuajaba y hacía queso de cabra, en una cabaña levantada y aislada para evitar
la humedad, con “corripiu pa meter los xatos y cuerria pa les cabres”.
Cuando
nació en 1933 recibió el nombre de Armandina en memoria de la hermana gemela de
su tía Luz, que había muerto quemada siendo una nena. Como todos los de su
generación recuerda la destrucción de la guerra civil: la familia se trasladó a
otra casa que los Prado tenían más arriba en el pueblo, en Quintana, donde en
1939 nació su hermano Pepe, del que con cinco años fue la niñera, porque sus
padres “nun salíen de les tierres”. Y no lo dice con reproche sino con
admiración, pues trabajaban tantas que Armandina no sabe cómo lo podían
resistir: cosechaban maíz, escanda, trigo, patates, “onde se daba lo que fuera”.
Llevaban incluso alguna tierra a medias -recuerda una en la Vega, con Jesusa la
madre de Ramón- también tenían “más de 20 vaques”, que subían a Brañapiñueli
o tenían repartidas por otras caserías o en la cuadra de casa, según correspondiera,
ayudados ocasionalmente por algún “rapazón”. Armandina, de bien pequeña, ya se
vio creciendo aprendiendo a gobernar la casa y, sobre todo, a amar la labranza,
donde se trabaja mucho, pero “nadie te apura”. Fue a la escuela hasta los
catorce años, y está muy orgullosa de haber perdido poca clase, incluso acudió un
invierno más de lo que era usual entonces. El padre quería que aprendiera.
Armandina es muy conversadora y amena pero no
tiene muchos recuerdos de su infancia o al menos, los simplifica. Menciona los
juegos del marro, el cordel, el pío campo, al que jugaban en el Cruce y
llegando a la Lastra y confiesa que solo tuvo una muñeca, que era de trapo y le
trajeron los Reyes Magos. Reconoce, riéndose con ganas, que algo tendría que ver
su madre, que por la noche se juntaba con la vecina y hacía labor y también su
padre, al que Armandina recuerda llevándole la muñeca desde la cocina, con toda
la ilusión del mundo. Esas Navidades
eran muy diferentes, a las actuales, muy austeras, pero de ellas conserva el sabor dulce de los caramelos de
avellana y azúcar requemada que preparaba América, manjares en aquellos años.
La casa de Quintana no era grande. Abajo
estaba la cocina, de donde subía una escalera de piedra hasta la “salona” y el
corredor. Una antojana y, sobre todo, una buena orientación, para bañar el
espacio de luz y de sol los días que estaba bueno.
El dinero era escaso, “estaba en el cantu la
memoria” y la vida familiar giraba en torno al trabajo como labradores, del
ganado, del lavaderu que había camino al Barriquín, con muchos foyeros
por los caminos. Todos conformes con la vida que tenían, ocupados en cumplir
con sus obligaciones y realistas ante la situación, común a la de la mayoría de
los españoles. El padre de Armandina tenía además gusto por comprar hacienda y
siempre estaba “empeñáu”, pagando tierras y prados.
ADOLESCENCIA, MATRIMONIO Y UN SUCESO QUE MARCÓ
SU VIDA
Armandina vivió varias experiencias terribles
en su vida y la primera fue cuando tenía solo 16 años y enfermó de peritonitis:
sin ambulancias ni coche en casa, sin medicinas, con una carretera infame y un
hospital general de Oviedo al que tenían pánico por su mala fama. José llevó a Armandina a un sanatorio que
había en la plaza de la Salve en Sama de Langreo, donde trabajaban dos médicos
y una practicanta. Allí la operaron de urgencia y Armandina salvó la vida,
gracias también al tratamiento de penicilina que le pudieron poner.
Todas las vecinas se volcaron: hicieron
promesas a Santa Rita, a la Virgen de la Salud, al Cristo de Tanes, para que
Armandina saliera del bache. Su prima Marina, hija mayor de Martina, trabajaba "de muchacha" en Gijón y de allí le
trajo un género para hacer un vestido y también unos mandilones. Confeccionaron
el vestido, que Armandina estrenó para ir a Covadonga a cumplir con la promesa.
Como el viaje era largo, tuvo el acierto de poner por encima del vestido uno de
los mandilones y fue lo mejor que pudo hacer pues, llegando el Carbonero
al Veneru, tuvieron que posarse del coche porque no daba vuelta en esas curvas
tan cerradas. ¡Pero el vestido llegó limpio al santuario!
Tanto gustaba la labranza a Armandina que se
casó con otro labrador, Ángel, que vivía en les Fragües y del que fue novia cinco
años, desde los 18. Se casaron el 25 de mayo de 1957, poco después de la muerte
de la madre de Ángel, Estrella, y del tíu Rafael. El padre de Ángel
había muerto durante la guerra y Armandina se vio gobernando su propia casa,
que había comprado su suegro -también emigrante en Cuba- a una vecina
de Veneros. En ella había nacido Ángel y allí viviría siempre.
El primer hijo de la pareja recibió los nombres de su padre y de su abuelo. José era un hombre sano y amante de la
conversación, al que unía con su hija una relación especial, por lo que vivió con mucha felicidad el nacimiento de su primer nieto. Fue por poco tiempo, pues un
horrible suceso sacudió a la familia, también al pueblo entero: a José lo mató
su toro en el Arredondu. El animal le había dado varios avisos a los que José
no hizo mucho caso. Ocurrió un 11 de diciembre, un día gris, oscuro
y triste, en el que su prima Marina se había ido a despedir pues marchaba con
su marido Pepe a Alemania a trabajar. Armandina preparaba un café en la cocina y vieron a Oliva,
la madre de Humbertín, que corría acelerada camino arriba hacia su casa. ¿Sería
para traer algún documento a Ángel, que entonces era el pedáneo? No, Oliva le
dijo que subieran al Barru porque a su padre lo había cogido el toro. Armandina
dejó al nenu con Cónsola, la vecina, y vivieron todos ellos una
pesadilla que Armandina no superó jamás. Recuerda que la casa de su madre se
llenó de gente y que Marina cocinó para todos. Recuerda también que ni ella ni su
madre fueron capaces de ir al funeral.
La vida tenía que seguir y nació su segundo
hijo, Fernando, completando la familia. Armandina se emociona hablando de sus
hijos, también de Ángel, del que dice que era un hombre para todo: “pa
cabruñar, pa mangar una fesoria, pal ganau, pa les tierres”. Entre el trabajo,
el cuidado de la casa y la crianza de los hijos la vida de Armandina estuvo
completa. Cuenta que un día se dio la vuelta y vio tres hombres sentados en el escañu,
así que poco tiempo tendría para el ocio. Los hijos estudiaron en la escuela y
luego hicieron la Secundaria, José Ángel en Pola de Laviana y Fernando en el
Prial, en Infiestu, siempre cumpliendo con sus obligaciones y responsabilidades
en la familia.
LA
PRIMERA QUESERA QUE LLEVÓ EL QUESU CASÍN A LAS FERIAS
Armandina aprendió a hacer quesos con su
madre, América, en cuya casa familiar del Barru poseían la antigua máquina de
rabilar, de dos rabiles, muy grande, que usaban vecinas como Ramona la de
Cándida. En el Pandu, en casa de Paulino
García, había otra máquina, que acabó llevando Pepe Sariego para el museo de
Morcín.
Y de aprendiz se convirtió en maestra. Fue en
la década de los sesenta, después de la muerte de su padre. En casa tenían un
rebaño de 15 o 16 vacas y vendían leche por el pueblo a vecinos que no tenían
ganado o a veraneantes. Pero cuando se empezó a extender la leche en bolsa, la demanda
descendió y Armandina aumentó la producción de quesos para destinar una mayor
parte a la venta.
Como “la leche non tien espera”, Armandina cuajaba todos los días cuando
llegaba Ángel con la leche. Un día a la semana se ponía a “arreglar cuajaes” y
si tenía los gorollos, también los trabajaba. Aprovechaba todos los espacios de
la casa: secaba las cuajadas en un alambre sobre la cocina de carbón, colocaba los
gorollos por la cocina en unas cajas con hojas de maíz o viruta de madera para
absorber la humedad. Como la leche era muy mantecosa, con dar dos vueltas a los
quesos tenía bastante. Algunos clientes como Llamazares se lo pedían más
picante y en la salona de arriba los ponía a madurar envueltos en servilletas
de papel.
El quesu fue su vida, le hizo ganar “unes
perres muy fresquines” y tener muchas satisfacciones, aunque también le costó
lágrimas. Cuando la llamaron del ayuntamiento de Avilés para que
participara en la feria que se celebraba en el pabellón de la Magdalena se le
vino el mundo encima, pues en casa no disponían de coche en ese momento. ¡Pero
de todo se sale! y unas noches durmió en casa de su hermano Pepe en Oviedo, otras
en la misma ciudad de Avilés invitada por Conchita y Manolo. Guarda muy buenos
recuerdos de la feria de Avilés, donde se ponía al lado de los de Cabrales.
Nunca tuvo que pagar nada por participar y siempre se sintió muy cuidada, acabó
disfrutando mucho y haciendo buenas amistades, también en las ferias de Morcín y Laviana.
Armandina está muy orgullosa de haber sido la primera en dar a conocer el quesu casín y de haberlo puesto a la altura que merecía un queso de tanta calidad. Y tan difícil de elaborar comparado con otros quesos asturianos. No es de extrañar que se sintiera halagada y emocionada por la distinción que el pasado mes de agosto, con ocasión del Certamen de Queso Casín D.O.P. recibió de ayuntamiento de Caso: “Artesana del año”. Subió al estrado y casi no le salían las palabras, rodeada por su familia, muy elegante con un traje que compró en Pola de Laviana.
UNA
FILOSOFÍA DE VIDA
Armandina es muy sociable y familiar y su casa
siempre estuvo abierta a todos. Orgullosa de su trabajo como labradora,
satisfecha de haber vivido en paz y armonía con su marido, Ángel, unidos en el
objetivo de no contraer deudas ni vender el patrimonio, capaces de ir superando
los contratiempos que les fue poniendo la vida por delante. Así durante más de
sesenta años, en los que Armandina quiso mucho a su marido, de quien se enamoró
cuando era un joven muy aficionado a la música, que tocaba el laúd y después el
acordeón en los bailes de los pueblos, siempre desplazándose en bicicleta. Hoy
le recuerda con amor y también una chispa en los ojos.
La vida fue para ella fue “de mucho hacer,
mucho trabajo”, y cuando le pregunto por sus aficiones me responde que tejer y
coser. Hoy sigue laborando, pero de otra forma: atiende a les pites, sigue
trabajando en la huerta, se ocupa de la casa. También lee y después de la misa
del domingo, toma el aperitivo con sus amigas y vecinas. Disfruta de su familia
y, sobre todo, valora la presencia cercana de sus dos hijos y el amor que
recibe de sus nueras, Rosario y María Jesús, y nietas.
“Luchar la vida, porque
esperar a que venga del maná, no puede ser”.
Me encantó tu semblanza de Armandina a la que espero seguir disfrutando muchos años. Tiene una memoria prodigiosa y siempre ha sido una muy buena vecina y, sobre todo, una excelente persona. No pasé yo horas ni nada en aquella cocina...
ResponderEliminarQue siga deleitándonos con su magnífica conversación.
Bárbara
¡Gracias, Bárbara!
EliminarNo conozco a Armandina, pero me resulta entrañable la historia. Conozco a su hijo Fernando de hace muchos años. Compartí con él buenos momentos en un edificio gris y oscuro de Infiesto donde se aprendieron muchas cosas y guardo un gran recuerdo de él como persona. Ahora ya sé de donde le viene. Un abrazo para Armandina y otro para Fernando.
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
EliminarCon que conformidad llevó su vida ,siempre cariñosa y atenta y con tiempo para charlar un rato.
ResponderEliminarNunca la oí quejarse y siempre con buenas palabras, gracias Anuska con publicar su semblanza nos encantó
¡Muchas gracias!
EliminarTengo el honor de disfrutar de su amistad y sabiduria. Ya van quedando pocas mujeres asi. Muy guapa su semblanza
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